Hoy 20 de junio, es en Argentina el día de la bandera. Muchos dicen que su supuesto creador, Manuel Belgrano, es el verdadero padre de la Patria (opinión que no comparto, si es que hay uno). Coincidencia por aproximación, ayer fue el día del padre, y hace exactamente hoy dos meses moría Sabato.
De forma inversa, en otras épocas que en su momento juzgábamos aciagas, Sabato estaba en todas partes.
Yo no fui un lector de Sabato, del que sólo sobrevolé en mi adolescencia un par de novelas. Su aparente similitud con los clásicos rusos (Borges hablaba del Dostoievsky de Santos Lugares) no me conmovió nunca. Fue esta semejanza, más bien, la que motivó mi desinterés (vamos a entender que falla mía: tampoco me conmovían los rusos).
No quiero de este modo visitar la, al parecer aguda, descripción de moda: de encarnar el referente moral de los 80 y 90, al tiempo que dejaba de ser cada vez menos el literario, pasó al ostracismo oficial en los 2000.
Fue para mi generación el viejo escritor preferido por los jóvenes –porque era el más adolescente– cuando todavía los estudiantes que no superaban los 15 años revolvían en las bibliotecas; el que dirigió la Conadep y prologó el Nunca Más, el que tuvo el valor de denunciar tormentos y persecuciones sobre el personal a su cargo durante el gobierno de la Revolución Libertadora, porque se consideraba un hombre libre.
El que después de estas experiencias se hartó de anunciarnos lo "atroz" de los tiempos modernos.
El que después de estas experiencias se hartó de anunciarnos lo "atroz" de los tiempos modernos.
Fue el añoso autor de enorme fama, publicado en todo el mundo, que respondía de puño y letra las cartas de los melancólicos y anónimos estudiantes (yo pude leer sus respuestas a un amigo mío ¿cuántas otras cartas similares habrá contestado?)
Muchos años más tarde, hace dos meses, eludió su destino mayor, y reclamó ser recordado como un vecino común. Pidió exequias en el club de barrio de su pueblo.
Ningún intelectual de los que vociferan acusaciones, y ninguno de los que callan, fue a su entierro. Ya no estaba de moda. No hubo discursos.
Ningún intelectual de los que vociferan acusaciones, y ninguno de los que callan, fue a su entierro. Ya no estaba de moda. No hubo discursos.
Tampoco daban la medida.
Desfilaron ante sus restos el panadero, el zapatero, los vecinos, los chicos de la cuadra, mientras que en los periódicos extranjeros, ajenos a los debates de nuestra mesa chica, el mundo le rendía su homenaje.
Nadie es la patria, pero todos lo somos. Se nos señala así, sin dejar de tener razón, que la Patria es hija de muchos padres. Que podremos considerarnos honrados si nos contamos entre ellos.
Estoy diciendo que Sabato es uno de esos padres.
Los hombres grandes, con sus ausencias, nos señalan el tamaño del tiempo del que somos contemporáneos. Son las puertas, los umbrales que nuestro momento atraviesa.
Con Sabato se cierra un tiempo. Atrás quedan revoluciones, estudios, polémicas literarias, acusaciones políticas, compromisos y retiradas, y una esperanza de paz.
Atrás entonces queda un país distinto capaz de abarcarlos, y de no concebirse miserable.
Ya no habrá otro Borges. La Argentina exhausta, no puede parir otro Sabato: los gritos vacíos, el saqueo de los bronces, la minuciosa cobardía, el egoísmo tenaz y la pobreza más acérrima impiden que germinen.
Sabato estaba en todas partes.
Y así lo dibujaba nuestro amigo el gran ilustradorJorge (Dr) Alderete en homenaje a los ochenta años de Sabato, cuando dejó este raft en mi casa, en la ciudad de La Plata, allá por el año 91.
Y así lo dibujaba nuestro amigo el gran ilustradorJorge (Dr) Alderete en homenaje a los ochenta años de Sabato, cuando dejó este raft en mi casa, en la ciudad de La Plata, allá por el año 91.